Bloguero de arrabal

Pablo Alcázar

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Cipotillos de solapa

Hay que controlar la manía que los españoles tenemos con las banderas. Con un pin por persona, basta

Las insignias las prefiero pequeñas para que haya sitio para todas. De haber sido nombrado ministro por Sánchez, lo primero que hubiera hecho sería subvencionar las insignias de solapa y gravar con un impuesto especial las águilas imperiales, las cruces del tamaño de una turbina eólica, los monolitos falocráticos, los marcos incomparables y las 'torres eiffeles'; y, por supuesto, toda la chatarrería oxidada de las rotondas. Y de las insignias de solapa, tolero sólo las diminutas. Ciertos colegios notariales y cofradías las encargan en metales nobles, pero minúsculas. Las que llevan en el ojal de la chaqueta los presidentes de USA, muy exageradas. Pero no las vería mal para los políticos españoles, si con ellas eliminásemos la macedonia de banderas que padecemos. Sobre todo, las gigantescas banderas de las patrias que algunos alcaldes colocan en lugares señalados de sus municipios. Ganar unas elecciones democráticas no tiene nada que ver con la toma del pueblo, en modo Reyes Católicos. Los mástiles de estas banderas vienen costando unos 12.000 euros. El precio de la bandera en sí, lo desconozco. Pero, a merced de los elementos, pronto se deshilacha y ensucia. Y también cuesta un dineral adecentarla o comprar una nueva. Y esto no es lo peor, cuando un partido menos fervoroso gana las elecciones, desatiende la enseña y deja que se convierta en un harapo. O le da por sustituirla por la del pueblo, con el daño subsiguiente para la estética y el presupuesto. A nadie se le ha ocurrido comprar mástiles telescópicos que se puedan plegar cuando el partido ganador no sufra lo que Freud llamó envidia de pene, y nosotros, envidia del mástil de la bandera del pueblo vecino. Mejor nanoinsignias para prender en el polo o en la chaqueta. Nada ostentosa. Ni cruces amarillas en las playas de Normandía catalanas; ni señeras enormes, como cubiertas plásticas de invernadero, en los campos de futbol; ni banderas españolas, grandes como carpas, arropando a los hinchas. La idea del pin la tomo de las cartas que se cruzaron Cela y el poeta malagueño Alfonso Canales que, tras un escabroso incidente en un cine de Archidona (consúltese la nube), propusieron homenajear al macho responsable del suceso, con la creación de cipotillos de solapa que recordaran su gesta. Sería suficiente.

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