España y las autonomías

No se sabe con precisión si el precio de esta administración se corresponde con el coste que supone para nuestros bolsillos

Resulta, para cualquier observador, muy interesante -y en muy diversos sentidos- el larguísimo camino que ha seguido nuestro país, hasta quedar constituido en lo que se ha denominado Estado de las autonomías, consagrado finalmente en la vigente Constitución de 1978 -hace poco más de cuarenta años- y cuyas cualidades constituyen un elemento revisable según el programa que a las próximas elecciones generales oferta o propone el Partido Popular. En este caso, por la oferta de poder devolverse aquellas competencias susceptibles de su más adecuada mejora en su administración, desde el poder central del Estado que desde la propia administración autonómica. El asunto, por sí solo, puede ser objeto de complejas discusiones -que ya dicen existir- dentro del mismo partido que esos extremos contempla en su propuesta electoral.

Lo que sí podría ser hasta conveniente, más habiendo transcurrido ya algo más de cuarenta años, son las resultas de la verdadera utilidad para la ciudadanía, de este -que ya no es novedoso- sistema de administración de los asuntos públicos, sobre todo de los beneficios que dicha implantación hayan podido repercutir sobre los intereses y necesidades de la ciudadanía.

No deja de ser curioso que la historia de la división administrativa de España, desde tiempos del Antiguo Régimen -previos a cualquier concepción y promulgación constitucional- hasta la de la Carta Magna del 78, se vino estableciendo y modificando, según estrictos criterios recaudatorios, pues no en vano de la administración Hacienda Pública se vinieron haciendo las propuestas de esa progresiva división territorial, hasta la actual constitución del Estado en provincias y comunidades autónomas.

Hoy día, en cambio, el establecimiento de las Autonomías podría responder mucho más que al propio interés del Estado, a la necesidad política de descentralizar dicho poder, hacerlo más participativo y afianzar progresivamente un carácter diferenciador entre unas y otras comunidades autónomas, además -se ha dicho así- de un no demasiado claro acercamiento de las instituciones cuyas decisiones inciden directamente en las necesidades, servicios públicos y modos de vida de los españoles en los distintos lugares de la geografía patria. No se sabe, con la necesaria precisión, si el precio que supone este contemporáneo modo de administración de la cosa pública, está en equilibrada correspondencia con el coste que supone para nuestros exiguos bolsillos particulares. Pero abrir ese debate sería como destapar una caja de grillos. ¿O no?

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