Recién inaugurado 2002, bajé a la calle para comprobar si la nueva moneda ya estaba en circulación. Con mucha ilusión, me acerqué a un cajero e intenté sacar alguno de los nuevos billetes del cajero. Mi gozo en un pozo. A esas horas, los cajeros automáticos de mi barrio tenían pesetas, no tenían euros. A la mañana siguiente, a pesar del festivo Año Nuevo, alguno ya sí tenía y pude tener los primeros euros.

Los manejos fueron torpes al principio. Pronto, casi todos los comercios tuvieron. Andábamos por aquel entonces haciendo cálculos, con o sin ayuda, de lo que costaban las cosas porque nuestras cabezas hacían las cuentas en pesetas. 166,386 pesetas era la cifra. Un euro equivalía a eso y fuimos desechando calculadoras pequeñas, almanaques con claves de cálculo y otros instrumentos de lo más variopinto para saber cuánto se pagaba por qué. Como muchos, supongo, me establecí mi propia cuenta mental: 6 euros, 1.000 pesetas, y sobre esa base, cálculos más o menos redondos. Muchas veces he pensado por qué no hice el cálculo a la baja, sobre 100 pesetas, por ejemplo, a sesenta céntimos. Igual el impacto habría sido menor.

La campaña del gobierno, de todos los gobiernos de la Unión en realidad, fue machacona antes del euro para tranquilizar a todo el mundo en el sentido de que el euro no procuraría redondeos abusivos ni subidas de precio. Es verdad que los primeros compases del euro no trajeron precios altos. Aquellos días de novedad se realizaba una gestión de doble precio, en pesetas y el mismo, idéntico, en euros. Como todo el mundo estaba haciendo cuentas en pesetas, prestaba atención al cambio. Yo creo que fueron los únicos días que el café costó sesenta céntimos, lo que antes, días antes, eran veinte duros. Pero, conforme fue desapareciendo el doble etiquetado de precios, la dualidad mental peseta-euro, la nueva moneda tomó brío propio y, sin que pueda precisar cuándo exactamente, pero casi sin percatarnos, las cien pesetas de antaño se convirtieron en el euro de ahora. Salvamos una diferencia de 66,386 pesetas reales en un abrir y cerrar de ojos. Y así con todo: las mil pelas fueron mentalmente sustituidas por los diez euros y una compra en el super de mil duros rara vez alcanzaba con uno de cincuenta. Los de 100 y 200 no eran comunes, pero sabíamos que estaban, y los billetes de 500, pronto denominados Bin Laden, generaron leyendas urbanas como si anduviéramos buscando a Wally.

Veinte años después, incluso quienes saludamos al euro en la creencia de que era un paso decisivo para la unión, tenemos que pelear con la realidad que muestra una Unión menos unida, igual de burocratizada, con deserciones formales, Reino Unido, y materiales, Polonia, con un elevado grado de desafecto o indiferencia popular y con unos líderes de pacotilla. Y mucho más cara. Una decepción más. Y seguimos esperando, euro tras euro.

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