Juan de Loxa: parte de su legado

Fue el cine su escusa para abordar con soltura y finura una sagaz crítica, dura pero adobada de comprensión

La verdad es que aquella tarde de frío invierno granadino se agradecía estar en el paraninfo de la vieja casona jesuítica que alberga la Facultad de Derecho. Bajo aquella bóveda barroca, labrada de yesos y estucos blancos y dorados, con la efigie destellante de la Inmaculada Concepción en su centro, se producía la lectura del discurso de ingreso de Juan de Loxa en la aún bisoña Academia de Buenas Letras de Granada, medalla académica que se posaba sobre el pecho de aquel indisciplinado, contestatario y siempre más rebelde que travieso poeta, intelectual y mecenas.

Juan, con su barba y melena canosas y ese gracioso ceceo suyo, nos hablaba, desde lo alto de aquella cátedra solemne de castellanos cuarterones de nogal y mármoles de colores, de una de sus pasiones: el cine, aquel cine de los años sesenta, de los carteles, afiches y prospectos, de sus actores y actrices, de sus intrépidos guionistas y de sus míticos directores que tenían mucho que contar, sin decirlo expresamente y soportar, con mucho estoicismo y mayor inteligencia aún, los restos de la inquisitorial censura, formada por auténticos familiares del Santo Oficio, que velaban por el inmovilismo mucho más que por la inteligencia, la creación y el arte.

Fue el cine la escusa de Juan de Loxa para, en medio de la solemnidad y liturgia académicas, abordar con soltura de pensamiento y finura en el análisis; a la que nos tuvo siempre acostumbrados sin dejar de sorprendernos continuamente; un detallado relato, una sagaz crítica, dura pero al tiempo adobada de comprensión para quienes soportaron el férreo control de los que pretendían mandar también sobre los textos, incluso, de las historias de amor que relataban aquellos cuplés que las madres, con sus voces de madre y en medio de vapores de ollas en cocinas de carbón y de petróleo, grabaron en nuestras memorias más interiores y domésticas, junto a las simbólicas imágenes del pelo acaracolado de la gran Estrellita Castro -a la que mi padre intervino quirúrgicamente en una cierta ocasión- o los labios, siempre circulares y en permanente disposición de regalar besos llenos de carmín, con más sensualidad que lascivia, de la también cinematográfica Sara Montiel.

Elegante, sagaz y entrañable discurso aquel de nuestro Juan de Loxa, lleno de sabiduría y de ternura, como el carácter de quien lo decía, lo sentía y con tanta ilusión nos lo relataba. No sólo la publicación en papel sino su voz, su voz honesta y limpia, nos quedará en la memoria como insoslayable parte de su perenne legado.

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