El habitante
NYC
De un lado están Lacan, Foucault, Derrida, Althusser, Sartre –incluso, Woody Allen y, en clase pobre, este bloguero de arrabal–, sujetos que no callaban ni debajo del agua. Unos individuos paradójicos, pregráficos, en cierto modo, como lo eran los reyes anteriores a la invención de la escritura. A los citados les gustaba (pese a deber la fama a sus escritos), ser amados, temidos o respetados por solo su figura, más que por sus textos; que el vulgo cayese rendido a sus pies nada más verlos aparecer, antes de que ellos lo fumigaran con su sabiduría, lo confundieran con sus oscuridades, lo iluminaran con sus destellos o lo epataran con sus chuminás campestres. Semejantes a jefes de una tribu prehistórica, exigían a sus súbditos –fans o followers– que se desmayasen nada más verlos aparecer en la plaza de la aldea –global, hoy–, antes de abrir la boca o de escribir una línea. Y de otro lado están los que nunca hablan, solo miran y escudriñan en silencio. Los que te penetran, los que violan tu conciencia, husmean, rastrean, como cámaras diminutas que se pasearan incansables por tu cerebro; los que fingen saber más que tú mismo de lo que viene siendo tu interior, tus adentros, lo más profundo de tu ser, los abismos de tu conciencia o del rinconcillo blindado en el que no ha logrado entrar ni la ineludible mirada de ese dios personal y cotilla que husmea hasta en ese rincón en el que te acurrucas, con tu mierdecica y tu chupe, para que no te vea ni moleste nadie. Mi psicoanalista, para cuando lo sea, seguro que será de esos a los que pagas un pastón para que detrás de la mesa, en modo ‘buda venerable’, te miren sin pestañear, con ojos congelados de maniquí. A los que su silencio ignorante concede rango de omnisciencia. Él no sabe nada de ti ni podrá traspasar el umbral de ese rincón mínimo de tu inconsciente en el que guardas secretos que ni tú mismo conoces. A veces siento curiosidad por saber qué habría sido de mi vida si en lugar de ser el parlanchín incoercible que soy fuera un ser hermético, de esos que no dicen nada porque no tienen nada que decir. Bueno, sí lo sé. Sería rico, porque tengo un pacto con mi hija de que cada vez que voy a una reunión y me enrollo le tengo que pagar 10 euros. Los mismos que voy a tener que soltarle cuando lea la verborrea que he destilado en esta columna.
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