El arte del desencuentro

La independencia y buenhacer del sistema judicial están al margen del 'Sálvame' y otros escenarios políticos

Cualquier sociedad que se precie como estado moderno sólo puede construirse sobre las bases de un poder judicial independiente y profesional. Todo lo demás es pedirle peras a un olmo, cercanías, guiños y perversiones democráticas incluidas. Es consecuente con nuestra subjetiva condición humana que un juez quiera, en el amparo de una corriente ideológica, escalar puestos en la Magistratura que el escalafón no le otorga. O que un político predisponga lazos cordiales con la cúspide judicial, y en su interior, lo considere un seguro de vida que, años después, nunca se revela como tal. Puede. Pero esta no es la justicia de a diario. No. La nuestra, la de la calle, viene determinada por dos parámetros: el profundo conocimiento de la judicatura de la norma jurídica, y una excelsa calidad humana de la mayor parte de sus componentes.

A pesar de todo, el día a día revela innumerables ejemplos de autoridades políticas incapaces de respetar esta necesaria esfera de autonomía y utilizan a su antojo los medios de comunicación para procurar el desprestigio de su labor. Es evidente que en la actuación judicial, los errores y deficiencias vienen sometidos a su corrección a través de un eficaz sistema de recursos e, incluso, hasta de la corrección disciplinarias. Pero al poder político, a su capacidad de dominio y control, no le es suficiente, y busca el sistema de influir en el mismo y afectar, no sólo a la imparcialidad, sino a la confianza legítima del ciudadano. Pero no es eso lo que abocan los últimos tiempos. El respeto a la ley y la justicia, si bien utópico, constituye una condición absoluta en cualquier sistema democrático para la resolución de conflictos sociales de toda índole. Aunque haya siempre radicales y antisistemas que procurarán su constante asedio como ejemplo y defensores, que lo son, de aquella voluntad de concordia que nuestra sociedad demostró con la Constitución del 78.

Para ellos, para los antisistema, nada mejor que fundamentar su revisionismo en hacer aparecer al Poder Judicial como causa de males endémicos, y auténticos culpables del fin del sistema al que nos abocan. Enemigos irreconciliables, fascistas, feminazis, homófobos, comunistas, terroristas, populistas… gente que hace de la intolerancia virtud, y con la que difícilmente podrá consensuarse convivencia pacífica alguna.

En este panorama, la justicia debe erigirse como legítimo argumento que devuelva la cordura social. Debemos cuestionarnos a la par que exigirnos el máximo respeto a su independencia y profesionalidad, a su capacidad en la defensa de nuestro estado, a su entereza en el silencio profundo de sus despachos, donde, entre miles de textos legislativos, sólo les alcanza, en largas tardes de trabajo, un motivo: buscar una solución justa.

Nuestros jueces y magistrados, su calidad humana y su conocimiento, gozan de buena salud. El sistema judicial es el adecuado. Su independencia y buenhacer están al margen del Sálvame y otros escenarios políticos. Y si se equivocan, no pasa nada. Para eso están los recursos. Además, yo también me equivoqué un día…

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