Está ahí, papá? La voz de mis hijos resuena todos los días como si siguieran pegados en el coche a mi cogote. Pero ya no están. Han crecido. Hoy juegan a ser mayores, a seguir a Saiko y a Mora, a construir su propio mundo. Antes eran las ocho y pico e íbamos directos al aula matinal. Hoy son las siete y media, y van a esa jornada intensiva de ocho a dos y media que tanto daño dicen produce en su educación. Los hicimos mayores para lo que nos interesó a los mayores. Yo, en cambio, sigo como hace años sin haber tomado aún café.

Papá, ¿está ahí? No sabía quién era, pero a mis hijos le gustaba y le gusta verlo en aquel semáforo todos los días. Lloviera o hiciera frío. A esas horas, debe haber alguien que prohíbe sonreír. En el cruce de Arabial con el Parque García Lorca, sigue prohibido sonreír. Y si no lo creen, fíjense en las caras de quienes transitamos a esas horas…

¿Lo ves ya, papá? Sigue igual que todos los años. Siempre con un anorak. Rojo. En sus manos, paquetes de pañuelos, ambientadores de colgar y algún que otro llavero. Y una sonrisa. Y a pesar de su eterna sonrisa, nunca vi a nadie bajar la ventanilla para comprar algo. Y siempre sonríe. Y siempre dice hola. Tampoco, a estas alturas de nuestra vida, voy a preocuparme de qué haya detrás de su saludo y su eterna sonrisa. Aunque dudo que todo en su vida sea felicidad. O al menos, la felicidad que todos conocemos.

Papá, ¿no ha venido hoy? Nunca falta a su cita. Todas las mañanas. Su único trabajo. Tantos años y allí sigue. Con su anorak rojo. Sin parar de saludar. Mis hijos, desde hace siete años, le devuelven el saludo. Salvo el que va detrás en el coche, que en ocasiones se queda dormido. El del asiento del copiloto baja la ventanilla y chocan sus puños. Es la moda. Esquina de Arabial con el Parque García Lorca. “Dame un euro, papá”. Hace años Pablo y Caye me lo pidieron. Bajaron la ventanilla y se lo dieron. Les dio las gracias chapurreando español. Y un ambientador. Llegaron al cole, y al salir del coche, lo colgaron del retrovisor. No olía nada. Pero era de su amigo.

Años después siguen siendo amigos. Cayetana es su princesa. Así la llama todos los días cuando baja la ventanilla. Pablo, campeón. Yo sólo papá. “Gracias princesa, gracias campeón, gracias papá…”. Y una sonrisa. Caye y Pablo decidieron coger monedillas de sus ahorros para dárselas. Las dejan en la guantera y cada día le dan una. Así lo saludan a diario. Él habla mejor español. “Estudiar mucho”, le dice a la princesa y al campeón. “Y aprender francés…”.

El ambientador sigue sin oler a nada. Pero desde hace años, los tres sabemos lo importante que resulta, aunque sean las siete y media de la mañana y aún no haya tomado café, seguir sonriendo. Es su trabajo. A nosotros nos gusta…

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