Como en misa, alguien le dijo: “Puedes ir en paz”. Nada más. “Eso fue todo. Puede marcharse”. Después de años de investigación, alguien dice eso. Que ya está, que puede marcharse. Que en su día dictarán una sentencia. Que será absolutoria. Ya está. Nada más. Uno, que como profesional observa a quienes salen de ese trance, tiene ya hartazgo de ver siempre lo mismo. Las manos en los bolsillos, media sonrisa, Plaza Nueva hacia abajo, una mueca que no acierto a saber si es de llanto o sonrisa… la alegría del herido que nunca lo fue de muerte. La de quien puede por fin suspirar y mirar al frente, la de quien levanta la vista y al fin ve el final de calle Reyes. Lo que puede cambiar la vida en un único paseo…

El juicio no ha acabado aún. Queda el de la inquina y el cartel perpetuo de apestado. Queda también el juicio del miserable, el que nunca fue nada en su vida y celebra juicios todos los días en el bar, con café y tostada requemada. Allí, a voces, para que nadie tenga dudas que él, y nadie más, es camino, verdad y vida, se dedica a juzgar y condenar a cuantos se ponen a tiro. Solo allí le oyen. Allí se exilia, porque a nada más puede aspirar en la vida. “Pues algo debió hacer…, afirma en sus sentencias de vocero. Todos corruptos. Todos infieles. Viene de la Edad Media a las Cruzadas del XXI. Aunque se disfrace de Podemos. Lo suyo son las cruzadas en el Bar.

Siempre pensé que mi amiga estaría en todo su derecho para reafirmar aquello de que la justicia era un cachondeo. Y que yo la corregiría diciéndole que no, que no era la justicia, sino el funcionamiento de la Justicia en España el que estaba llegando a unos límites reprobables. La disparidad de criterios, la ausencia de objetivos comunes, el colapso persistente y el deterioro generalizado provoca la insatisfacción de todos, de quienes la administran desde los juzgados, de quienes la sufren como trabajadores, y de quienes la padecen como ciudadanos. No es cuestión exclusivamente de medios materiales. La comparación con Europa alcanza conclusiones muy curiosas. Los países ricos gastan menos en Justicia, tienen menos jueces y menos litigios. Y eso pertenece al modelo de país en que nos confiamos: un Estado bien organizado y menos politizado necesita menos Justicia. En España, en sentido contrario, usamos la Justicia como remedio ante el fracaso generalizado de la administración, la política y la sociedad. Y así nos va.

Yo en cambio, espero dejar a mis hijos la sabiduría del que calla. La prudencia del que observa. La presunción de inocencia. El respeto a cualquiera mientras la justicia no lo condene. La elegancia del que escucha. La libertad de quien comprende que no estuvo en posesión de la verdad. Entretanto mi amiga, la que hace años tanto me enseñó, aun con la frustración de lo mucho que entregó a esta ciudad. Arrasada por la mezquindad de quienes evitaron su reconocimiento con un desviado uso del poder político, puede hoy, lejos de toda sospecha, con el cariño y consideración de muy pocos, descansar en paz.

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