Los grupos de 'guasap' de mi infancia

Entre los grupos, la cotilla era una figura estimada porque alimetnaba las ganas de saber del colectivo

En mi pueblo ya había grupos de guasap cuando yo nací, hace sesenta y cinco años. Entre ellos estaba el de aquellas mujeres que se arremolinaban en una puerta a charlar en las tardes de verano. Sin estar cohibidas por las conveniencias usuales de la conversación y embotando el gusto inefable del gusto por el dime y direte, se hacían eco de todo lo que pasaba en el pueblo. Otro grupo era el de los hombres en las tabernas, que sin prejuicio de lo que de sus lenguas saliera a causa de sus peripecias etílicas, lanzaban opiniones sin ton ni son sobre todo lo que se terciara.

Entre los grupos, la cotilla era una figura estimada porque alimentaba las ganas de saber del colectivo. En la calle de mi adolescencia había una que la llamaban la 'Tasenterao' porque casi todas sus conversaciones comenzaban igual: ¿'Tasenterao' que la hija de fulanica se ha quedao preñá? ¿'Tasenterao' de que a zetanico lo tuvieron que llevar borracho a su casa? Ella nunca veía a nadie, eran otros los que lo veían. La 'Tasenterao' era alta, huesuda y en su cabeza siempre llevaba un pañolón negro. Hablaba con cierta autoridad y chismorreo que supiese, a la hora o así lo sabía todo el pueblo. Ella iba a la frutería y soltaba su noticia, sin importarle un pepino, un rábano o un pimiento -para esto estaba en una frutería- si aquello que difundía era una noticia fiable, un rumor o un fake news, como se dice ahora. Luego iba a la tienda de comestibles y a la pescadería y al mercado, donde se aseguraba un buen puñado de oyentes que a su vez reenviaban la maledicencia a sus contactos en el pueblo. Era una labor inagotable. Si querías que un rumor tuviera éxito, no tenías más que contárselo a la 'Tasenterao'.

A ella siempre se la veía en las ceremonias de las bodas o los entierros, pero solo para coleccionar chismes con los que alimentar a la concurrencia. Si no los encontraba, ella mismo los fabricaba viendo cómo iba vestida Carmelita para después difundirlo u observando a la viuda de Sebastián, que no había echado ni una sola lágrima durante el entierro de su marido. Si no había una cierta dosis de maledicencia en la noticia, no tenía el efecto que ella buscaba.

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