Bloguero de arrabal

Pablo Alcázar

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Y dos huevos fritos

He tardado años en darme cuenta de lo pedante que podía ser Bertolucci. Su película 'Novecento' me lo impedía

Quién no ha frito en su vida unos huevos? En la película Soñadores (2003) de Bertolucci dos mellizos -chico y chica- en pleno mayo francés, transitan por el filo de navaja de la revolución y de la adolescencia que se les acaba. Atiborrados de cine e impulsados por un incoercible deseo juvenil de experimentar. Unos padres permisivos, salen de vacaciones y los dejan solos en su confortable piso pequeño burgués, con moqueta y paredes cubiertas de libros. Bertolucci hace creer al espectador que entre los hermanos se da el incesto. Pero cuando un chico estadounidense, al que han conocido en la filmoteca, desflora a la muchacha sobre el suelo de la cocina se deshace el equívoco. El mellizo, mientras ellos arden amorosamente, fríe al lado, indiferente, dos huevos. A los que nos gusta creer que el pueblo en el que nos criamos, con su cura, su alguacil, su juez de paz y sus 126 vecinos, era el mundo, Bertolucci, con solo con dos huevos, nos da a entender que no. Que somos catetos y que no somos finos. Porque lo más cerca que yo estuve de una situación tan sofisticada fue cuando operaron a mi abuela y nos quedamos en casa solos la muchacha y yo. En casa se cocinaba en la chimenea. Pero entonces, por exigencias del guion, hubo que comprar una hornilla portátil y colocarla en la terraza de la casa para que el novio de la chica pudiera vernos en todo momento, sentado en el banco de la estación del Tranvía de la Sierra. Y no solo eso. Mi abuela nos lo había advertido: "¡Como yo me entere de que molestáis a las muchachas, al día siguiente, con vuestros padres!". Como no había universidad nada más que en Granada, de intentarlo, no hubiéramos podido terminar nuestros estudios. Como la chica no sabía ni freír un huevo, y menos dos, era yo el encargado de hacerlo. Comíamos en la mesa de la cocina, pero siempre con la puerta abierta para que se nos pudiera ver bien. Hecha la colación, yo debía permanecer sentado, mientras ella lavaba los cacharros, fuera de cámara, e inmediatamente, se despedía y de la mano de su amado tiraba para las alamedas, sabe Dios con qué propósitos. Eran los usos amorosos de entonces. Los límites claros. Mi abuela no necesitó ninguna ley "sí es sí" para poner freno a los impulsos de la juventud. Sus leyes no salían en el BOE, pero se cumplían a rajatabla. Las abuelas, en los 60, no solían presentarse a las elecciones.

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