A veces alguien encuentra merecimientos que justifican un reconocimiento al esfuerzo y a la dedicación, así como suena y como si nada. Con la importancia de las grandes ocasiones, yo he disfrutado una de esas esta vez.

Un tipo como cualquiera ha estado llenando su vida personal y profesional durante mucho tiempo. Ha construido una familia, con sus frutos en forma de personitas, ya fuera de culero, empezando a despuntar de manera libre y autónoma, haciendo a su vez otros caminos que recorrerán a su estilo. Lo ha forjado de la mano de su compañera, firme, rotunda, exigente y vital, subiendo y bajando las cuestas que la vida trae. Ha sabido que las cuestas rara vez terminan, que el premio de llegar arriba implica el esfuerzo de subirlas antes, pero, que cuando se bajan de nuevo, porque toca, el premio verdadero que uno se encuentra es subirlas otra vez y vuelta a empezar.

En lo profesional, el tipo, brillante, ha sido innovador y disruptivo, rompedor, incluso antes de que cualquier gurú de los de ahora empezara a balbucear el concepto como si fuera el único valor que sirviera en un mundo espídico. Montó su propio negocio, proporcionó soluciones viables que el mercado compró, generó empleo en su entorno, se situó en una posición razonablemente buena. Vive, tras décadas de trabajo duro, bien, sin tirar cohetes, de forma acomodada. Se lo ha currado. En el viaje, a veces, por qué no reconocerlo, no siempre ha sido ejemplar. Aunque conscientemente no haya pretendido equivocarse, lo ha hecho. Ha sido sólido, sí, pero, en ocasiones, como todos también, cuando las mieles del éxito han endulzado un poco el trayecto, se ha regodeado en el suave efecto adormecedor que esa brisa genera y, cuando la hiel agria del fracaso le ha amargado el momento, se ha puesto de perfil para que pasara rápido sin tocarle demasiado. Eso es. Como todos. Con pompa y honores, pero también con callos y arañazos. Competente y exitoso, curtido y consciente.

Es la imagen de un triunfador. Porque lo ha logrado y merece, sin duda, disfrutarlo. Pero no. Me ha dicho que toma otro camino. Porque lo que hacemos no es lo que somos.

El hombre suma todo lo de antes, y más cosas que no caben en la columna, pero que están (o no), y te dice en una conversación, de las que recordarás siempre, que se marcha a un barracón en Tierra Santa con un petate ligero porque, después de todo lo que ha hecho, quiere descubrir si, al final, sabrá quién es. Lo deja todo y, para que lo ayuden, se va a ayudar, con una sonrisa auténtica para no estar perdido y que otros puedan encontrarse. Y no es el triunfador, solo vehículo. Sabe que hay dos, por lo menos: uno en su cabeza, mandando, y otro, que ni conoce, y a quien igual sirve lo que él va a hacer. Yo sé, y creo, que a este tipo hay un premio que no le faltará: cuando toque, Isabel, le volverá a abrazar y le dirá tranquila: Joder, Felipe, ¡qué bueno eres!

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios