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Recital cómico-musical

Tanto pianista como soprano intercalaron momentos líricos con otros cómicos.

Tanto pianista como soprano intercalaron momentos líricos con otros cómicos. / alex cámara

Algunas veces, cuando los directores del Festival no pueden ofrecer cosas importantes que justifiquen la novedad y ruptura de lo anterior, buscan algún detalle que sorprenda al auditorio. Ocurrió, por ejemplo, cuando el público no advertido llegado de fuera vino a ver una representación en el Generalife de El lago de los cisnes, en 1989, sin reparar que sus intérpretes eran, nada más y nada menos, que Los Ballets Trockadero de Monte Carlos, formado por hombres que hicieron una parodia corrosiva, pero divertidísima, de los pasos femeninos clásicos, como el famoso a cuatro. No sé si me divertí más viendo a los magníficos bailarines travestidos o escuchando el comentario de algunos vecinos de asiento. "¡Para esto por poco nos matamos en la carretera!"

Con la Petibón, una de las sopranos francesas más conocidas en la actualidad, muchos esperaban que siguiera las pautas del histórico -que no histriónico- escenario, por el que han desfilado las mejores voces de los últimos tiempos -Jessye Norman, Caballé, Carreras, hace dos años Juan Diego Flórez, etc.-, con arias o, sencillamente canciones. Lo que algunos no esperaban, es que viéramos, también, a una cómica estupenda que alternó los momentos serios, para mostrar su voz bellísima, la coloratura de la misma, la calidad expresiva de los pianísimos o la rotundidad de los agudos -a veces demasiados estridentes-, con caricaturas, simbologías atrabiliarias, algunas hilarantes que arrancaron las carcajadas del público. De pronto danzaba, otra cogía un barquito, otra un muñeco, un pollito, repartía pelotas entre el público, se movía al compás del París canalla, o guisaba algo incomestible, para la Bonne Cuisine, de Berstein. Caricata más que cantante, porque esta cualidad pasaba a segundo plano. Como le pasaba a la excelente pianista, Susan Manoff, con orejeras de burro en la cabeza y gorro de cocinera, a pesar de lo cual hizo una excelente interpretación del Preludio núm. 2, de George Gershwin. No sé si esta doble faceta se les exigirá a directores, cantantes, pianistas, violinistas o clavecinistas e imperará en las programaciones futuras del certamen. Así, al menos, se evitará que el público no iniciado bostece o se duerma. Todo lo demás está ya inventado en el Festival.

En fin, como el crítico no iba a enjuiciar a una pareja de cómicas, con más o menos 'malafollá' francesa, sino a una soprano y a una pianista, me quedaré con las bellísimas canciones de Debussy -Beau Soir y, sobre todo, Mes longs cheveux descendent, de Peleas y Melisenda-, con algunas de Granados, menos de su conocida versión de El vito y, sobre todo con la emocionante aria dolorida Ahí está riyendo, de La vida breve, de Manuel de Falla, lo mejor de la velada en su parte formal y trascendente. Una vulgar Granada, de Agustín Lara -que aunque entusiasme al público, no deja de ser una cancioncilla que, no sé a qué alcalde se le ocurrió convertirla en himno de la ciudad-, cerraba el programa. Cuando, tras los aplausos, observé que Patricia Petibon se ponía otra careta para seguir cantando salí de estampida del Carlos V, en busca de un taxi salvador. Espero gozar en otro momento, sin caricaturas ni gracietas, de su magnífica voz, limpia de aditamentos supérfluos a la música que no siempre es una ópera bufa.

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