Dia 69: sin poder decir adiós

Dia 69: sin poder decir adiós

Merecieron más. Con tres años llegaron. Llorando. En sus clases nuevas. Viendo como sus papás corrían por el pasillo procurando no mirar atrás. Separarlos fue difícil. Babys de triángulos, desayuno en el bolsillo, y un pañuelo que nunca usaron porque para eso tenían la manga. Aquella casa era grande, demasiado grande. Los niños de su guarde no estaban, y los que había ahora, eran demasiado pequeños para iniciar la rutina de jugar juntos. La clase de la abeja trabajadora. Toda la vida crecía por encima de sus cabezas.

La abeja trabajadora. En el rincón de pensar, se dieron cuenta que no todo podía ser soñar e imaginar. Que hay vida. Que es real. Que ellos eran parte y tocaba comenzar a aprender. Y que, además de papá y mamá, otra persona venía para anclarse y permanecer en sus vidas: la seño. Imagino que una seño a esa edad debe ser una especie de ángel de la guarda con miles de pañuelos para sonar los mocos, toallitas para limpiar manos y otros recursos menos nobles. La seño. La paciencia. La sonrisa. Su vida laboral infantil pasa por ella, y con ella, no pasa nada. Nunca pasará nada.

Maduraron juntos. Descubrieron la amistad. Cambiaron el tapiz por mesas y pupitres, los pañuelos de la seño por……. bueno, cada cual imagine lo que quiera. Se dieron cuenta que tenían mejores razones para vivir en grupo. Lo mejor, el recreo. Cabrearon profesores, se disgustaron, se divirtieron, corrieron tras la pelota, echaron carreras con su cartera de ruedas… en Junio decían adiós, y apenas un mes después, soñaban con volver. Un curso más grandes. Su victoria.

Después vino la mochila. Y madrugar. Sus padres les presentamos al despertador, cacharro muy útil en esta etapa de la vida, fiel hasta la jubilación. Aprendieron que como mejor se madura es equivocándote. Que siempre debe quedar tiempo y motivo para rectificar. Dejaron de perseguir balones, su cuerpo les fue presentando a las hormonas, se avergonzaron de los videos de teatros de cuando eran pequeños. Conocieron que su cabeza tenía miles de cajones y que allí cabía todo.

Llegó el último año. El de la destemplanza, el del recuerdo. El de saber que todo depende de ti. Tu futuro, tu futuro, tu futuro… lo que les rodea tiene el mismo soniquete. No tienes aún dieciocho años, no eres maduro para la sociedad. Pero para decidir lo que quieres ser y cómo serlo, ahí sí te obligan a jugártela.

Esta generación, no se ha despedido. No dijo adiós a sus patios, a sus recreos, a sus pupitres, a sus clases. No dijeron adiós a sus amigos, a los que se van, a los que quedarán en el cole. No dijeron adiós a su seño de la abeja trabajadora, al profe que les castigó, al jefe de estudios que le puso un parte. El año que viene no vuelven. Otros amigos. Se verán, intentarán seguir viéndose. Muchos de ellos, ley de vida, quedarán en el camino.

Se prepararon. En conciencia. Trabajaron. Tres meses. Solos. En la soledad de su habitación. Sin saber, cuándo, cómo, dónde. Amaneciendo setenta días iguales. Fuertes. Responsables. Pudieron con el Covid. “No te preocupes: todo saldrá bien”, le decimos sus padres…

Pero se van sin poder decir adiós… se van sin poder decir adiós

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