Creer en nosotros

La pandemia nos enseñó a no separarme de los míos. A verlos crecer y caminar lo mejor que su madre y yo les podamos ofrecer

Solo era una tarde. Pudiera ser como la de cualquier día. Pero no. Prometía no serlo. En una Plaza de Otura, tres chicas se saltan normas, mascarillas, confinamiento y algunas cosas más. Deben ser de las de los papás y familias que se movilizan hoy viernes. Nos importa la movilización más que el virus y la distancia social. Y lo malo no es que pretendan hacer de ello una maniobra política. Lo peor es que uno se deje utilizar en estas estrategias. En cambio, a ninguno se le ocurrió movilizarse para protestar por lo que a diario ofrecen muchos de nuestros hijos en las calles. Eso ya no preocupa tanto. Ahí, además, ya es más difícil hacer política. No podemos poner puertas al campo. Ya son mayorcitas, responsables, deben saber bien lo que hacen. Y ahí siguen, en meditada complicidad de sus responsables…

Dirección a Dílar, treinta metros más abajo, un bar. O mejor dicho, los bares ya no existen, la terraza de un bar. Aquello de charlar con el camarero, enterarte de las cuatro cosas del barrio, tener la información más cercana y objetiva, aquello pasó a la historia. Hoy Sanidad apenas permite ocupar y de urgencia un trozo de barra y un café bebido. Hoy sobreviven terrazas donde como hoy si se arremolinan tres grupos de chavales. Qué dirían nuestros antepasados si supieran de una sociedad que pervive sin cafeterías como el Suizo, sin sobremesas, sin tertulias, sin poder esgrimir la excusa del café o té para charlar hasta las tantas con grandes y desinteresados amigos. Aprendimos entre sobresaltos lo que es una burbuja y a ella nos aferramos mientras cuatro vacunas tratan de aparentar que quizás exista un futuro donde la vida y la historia vuelva a ser como antes.

A la altura del polideportivo, una pareja de ancianos se mira y se dice a través de una mascarilla. No leen sus labios, pero sus ojos lo dicen todo. Creen en ellos, en lo que ofrecieron durante tantos años. Sólo ven pasar coches y coches toda la tarde. El banco no da para más. Como el que repasa secuencias de su vida, extrañados por lo que ahora toca grabar en sus frágiles memorias. Diecisiete de septiembre. El día sigue plano, tan plano como aquéllos de marzo donde iniciaron una cuenta atrás. Muchos de los suyos ya no están. Y los que están, apenas si los sienten envejecer. Pero ellos aún se tienen. Y quizá pueda ser suficiente. Y quizá haya fuerzas para llegar. Un día más.

Nadie, ninguno estamos conformes con lo que tocó vivir. Ninguno sabemos si tendremos arrestos para recuperar lo que un día se nos arrebató: la libertad, la sonrisa, el grupo, la convivencia. Para quitarnos este miedo que eternamente nos acompaña. Para enredarnos en nuestros propios deseos. Necesitaremos transitar con responsabilidad. Aquí no se trata de movilizar, ni de protestar. Eso para quienes deseen utilizarnos con algo tan sagrado y débil a la vez como la educación. A nosotros. A nuestros hijos. Hace años aprendí a no dejarme utilizar. A creer sólo en quienes me acompañan de cerca. Ahora sé de mascarillas, burbujas y distancia. Y de familia. Nada más. Y les enseño, como a mi me enseñaron, a no dejarse utilizar.

La pandemia nos enseñó a caminar. A no separarme de los míos. A verlos crecer y caminar lo mejor que su madre y yo les podamos ofrecer. Y a superar pellizcos en el estómago. Quedará menos, supongo. Quedará menos.

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