El pueblo español se entrega al suicidio. Pero como le retiene el instinto animal de vivir -y reproducirse- se entrega a estupidizarse, al opio o al alcohol. Unamuno escribe estas palabras a finales de 1935 y hoy, ochenta y seis años después, con la mirada dirigida a la Huerta de San Vicente, esta sentencia me provoca una gran tristeza, pero no cualquier tristeza, sino esa tristeza que pesa en los hombros, que ahoga, que hiere y duele.

De madrugada pintaron una cruz gamada en la pared de la casa del poeta, de nuestro poeta, del poeta universal, del poeta de todos, del poeta que hizo suyo el pueblo cubano, el pueblo argentino... Una cruz grande, poderosa, negra contra el blanco luminoso de la pared. Al llegar el día, en seguida se ocultó bajo varias capas de pintura, con prisa, sin dilación, como quien oculta las vergüenzas al público, como si aún hoy fuese una afrenta abominar al fascismo. Una ignominia, un deshonor estar en su punto de mira. Con ese escalofrío, con ese sentimiento terrible de miedo que, en pleno siglo XXI, siguen provocando ciertos signos. Las cámaras de vigilancia fueron testigos mudos de aquella noche. Uno más de los múltiples "episodios aislados" que, curiosamente, no son tan aislados como las autoridades vienen señalando, pues se repiten cada madrugada. Actos vandálicos, dicen. Y con esta definición parecen restar importancia al hecho. No especifican que los vándalos son los hijos de los buenos vecinos. Los niños y las niñas de las familias decentes, las que el domingo comentarán lo comentable en la puerta de la Iglesia, mientras sus hijos duermen la ginebra de la noche que les condujo ebrios a la estupidez, pero que, con toda seguridad, serenos también hubiesen llegado al mismo punto de cretinismo.

Miro el balcón de Federico lleno de botellas rotas. Jugaron a encestar las vaciadas de alcohol. Rompieron los tiestos de las aspidistras, esparcieron la basura de las papeleras por el espacio que rodea la casa, usaron los muros blancos de urinario. El desprecio en su versión posmoderna. Y las cámaras son testigos cada madrugada. No les importa. Es más, probablemente sonrían al objetivo, posen, agradezcan la presencia de ese ojo mecánico, del gran hermano que todo lo ve, que todo lo graba. Porque en esta sociedad la necedad no tiene sentido si no es compartida. Ellos lo saben y se regodean sabiendo que cada catorce días habrá unas nuevas imágenes que oculten las anteriores. Para cuando la policía quiera identificar rostros, se habrán borrado las únicas grandes gestas que parece saber hacer "un pueblo no de vividores, sino de moridores", decía Unamuno, de estúpidos, digo yo.

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