Frío en la cuesta de enero

Para algunos, ayudar no es un deber de solidaridad, sino un ejercicio de autocomplaciencia

Lo que a todos. Que en estos días, hay que taparse y abrigarse mucho, como decía mi abuela. Sobre todo, por los pies. Para no resfriarte. Muchísimo frío. Las ventanas de las casas se escarchan y apenas a través de ellas puede verse el sol. Las calles son de hielo. Mesones vuelve a resbalar… Las esquinas, antes pobladas, ahora se ahuecan bajo de un gélido manto que por fin da paso a la crudeza del invierno. Vacías. Las calles vacías. Un soportal en Puentezuelas deja ver una caja que recoge ropas viejas y raídas de abrigo. Son las nueve y el alma aún tiembla de frío. Los diarios no se refieren a ello, pero esta semana dudo que quienes pernoctan en soportales puedan aguantar estas temperaturas.

Cada vez hay más. Economía de subsidio que apenas sirve para mirar más allá del trozo de ciudad que les separa de Cáritas o del Banco de Alimentos. María. Andrés. Antonio. Su vida les impide hace tiempo levantar la vista del suelo. El día a día, apenas si les otorga otra obligación distinta de procurarse el sustento. Sólo eso. No hay nada que merezca la pena a su alrededor.

¿Y nosotros? A lo mejor un día la historia nos devolverá la razón y la cordura, y dejaremos de construir políticas con su desgracia y fracaso. Porque su fracaso, es también el de quienes creemos que toda nuestra tarea social está en conseguirles hoy un alimento. El fracaso de quienes no elevamos nuestras miras, el de quienes olvidamos luchar para devolver la justa dignidad al ser humano. Comida y dignidad. Lo uno sin lo otro, es un parche es un parche. Sólo un maldito e injusto parche. Necesario, por supuesto. Pero sólo un parche.

María y Andrés son fruto de ese parche. Antonio también. Granadinos de comedores sociales, de centros de asistencia, de casas de acogida. Hace dos siglos, Benjamín Franklin afirmaba que el mejor medio de hacer bien a los pobres no era darles limosna, sino hacer que ellos pudieran vivir sin recibirla. A día de hoy, sus palabras no pierden un ápice de vigencia. Dos siglos después, hay quienes no se dan cuenta. Dos siglos después, todavía hay para quienes ayudar no es tanto un deber de solidaridad, como un ejercicio de autocomplacencia y autoestima. De esos, os lo juro, hay muchos. Más de los que creemos.

Cuando Granada pierde, pierde más que ninguna otra ciudad. Cuando gana, gana más que ninguna. Me gustaría que nuestros cristales permanecieran sin escarcha, que nos dejaran ver el sol, que renegaran de ocuparse sólo del llanto de quien apenas tiene, que, en un inmenso ejercicio de solidaridad, no sólo les diera cobijo y alimento sino procurara devolverles su dignidad. Su trabajo perdido. Esa, y no otra, es la Granada del futuro.

Mientras eso ocurre, hoy también hace frío…

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