Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Yoli, lo peor que nos ha pasado
He visto en Ortigia o en el Trastévere parecidos síntomas de una enfermedad urbana contra la que, por ejemplo, en Florencia han arremetido obligando al alquiler turístico de un mes como mínimo. Es la línea marcada por otras ciudades machacadas por el turismo low cost que sufren los mismos síntomas del turismo más letal.
Es similar donde vayas. Alquileres astronómicos; despoblamiento del centro; sustitución del comercio arraigado por franquicias y tiendas de souvenires; rotación brutal en los puestos basura de la hostelería; y, finalmente, la conversión en parques temáticos de unas fachadas recién pintadas donde no vive ya absolutamente nadie. Pero nadie, nadie.
En Granada insulta al buen ciudadano la ausencia clamorosa de la tan necesaria regulación de un mercado que se fagocita a sí mismo mientras que los fondos de inversión se frotan las manos. Cuando desaparecen las administraciones algún plutarca hará caja doble. Y en Granada la hacen muchos a costa de un vecindario que ve cómo su querido barrio de siempre pierde la identidad sustituida por el anonimato de una marea humana que reside uno o dos días molestando a todo el vecindario con sus ruidos de maletas y su constante rotación en esos apartamentos/hotelito desnaturalizados.
Tardarán en darse cuenta de que el centro se muere. No será suficiente un paseo viendo los cientos de locales cerrados por los que siguen pidiendo alquileres galácticos; tampoco servirá que intenten tapear en los bares de siempre donde ya a partir de las nueve te niegan la tapa con todo preparado para la parejita de turistas sénior que se dejarán más pasta que tú con tu cervecita; y, claro, no tendrán que sufrir los empujones de la masa que sigue al guía vocinglero del free tour o la pasmosa falta de servicios de proximidad en unas calles ya destinadas tan sólo a acoger bares de moda donde te miran de arriba abajo los matones de la entrada como si fueras un extraño aún siendo tú el vecino del cuarto.
En Granada es hambre el pan para hoy y el problema para mañana. Debe ser una ley no escrita para todo mandamás que empuña el cetro. Mientras se hacen la foto y se les llena la boca con todo lo maravilloso de lo excepcional de su gestión tan proactiva y genial según sólo ellos mismos, el centro de la ciudad se amortaja para su propio entierro, desolado cuando la turba del turismo se marcha dejando este silencio marchito.
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