Los nuevos tiempos

César De Requesens

crequesens@gmail.com

De zambras

Si algo consiguen estos cuadros flamencos es arrancarle a uno del presente y suspenderle el juicio

Me gusta ir de cuevas. Iría más a menudo por lo liberador de zambullirse entre esa gente distinta que con solo oírles y verles disfrutas de su compañía desde una perspectiva con el mundo que te traes luego Darro abajo de recogida.

Con el paso de los lustros he conocido la de los Tarantos, la de María la Canastera, la Venta el Gallo y solo me faltaba, de las importantes del Sacromonte en plan masivo (estuve en la de Curro Albaicín pero de deliciosa juerga privada) y turístico, la de la Rocío, o la de los Gipsy King que era como le llamaba con mirada jocosa el taxista cuando me dejaba en la puerta plagada de microbuses atorando el camino del Sacromonte. Pasé, claro, de camino por la inolvidable disco-zambra El Camborio. Son tantos los recuerdos... Y tanta la masa de público que allí se concentraba para entrar en esas micro cuevas alargadas que, ciertamente, me resultó extraña tan nutrida concurrencia a esas horas cercanas ya a la madrugada. "Es que son los de la tele, los Amaya", me aclararon. Ah, me dije, claro.

El espectáculo, entretenido. Se disfruta sentado, ya se sabe, en las abigarradas filas de sillas a los lados mientras a solo un palmo la bailaora ejecuta su danza con esto compungido. Mística danza, primaria y poética, que te rasga el corazón si te abres a lo que emanan esos cuerpos vibrantes, sudorosos en onda expansiva que anega la estancia.

Los bailaores, agotados ya en su tercer pase, aún daban su último aliento por la concurrencia que a precios populares llenaba una de las tres cuevas que allí esperan a un público en su mayoría poco escogido y menos entendido.

Si algo consiguen estos cuadros flamencos tan propios y diferentes es arrancarle a uno del presente y suspenderte el juicio. Y es ahí, cuando ya no piensas en cosa alguna y sólo ves danza pura que se arranca la matriarca del conjunto y extiende su imperio por la sala, sin alardes de técnica pero dejando claro cuál es el misterio de su arte, es pellizco, ese algo intransferible que se contagia y que lanza a bailar incluso al oficinista de weekend que, por un instante, se siente un Gades o un Chorrojumo.

Una reliquia estos santuarios turistizados hasta el hastío para mantener vivo el ser de todo un barrio, un arte, imperdonablemente desamparado y tan necesario como sentirse de nuevo vivo.

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