Decía Truman Capote: "La mayoría de la gente que se hace tatuajes tiene algún sentimiento de inferioridad e intenta así crear una marca de virilidad en sí mismo". La virilidad se entendía referida al valor, seguridad, entereza, energía, etc, características atribuidas erróneamente como privativas de lo masculino. Hoy que parecen superadas estas exclusividades, miramos a nuestro alrededor y comprobamos cómo ese sentimiento de inferioridad está generalizado. Brazos, torsos, piernas, rostros, completamente ocultos por las tinturas en un alarde desbocado de "¡pues y yo más!". Esa inferioridad que refiere Capote se vuelca del lado del desconcierto que esta sociedad extraña fomenta. Cuando más allá de lo estético, del adorno, hay una necesidad de fijar en la piel cualquier acontecimiento de la vida, cuando se necesita recordar a base de dolor lo bueno y lo malo que se ha hecho, cuando hay una imposición personal de fijar para siempre en la propia piel el castigo o el premio, algo extraño ocurre.

Al mirar el antebrazo nos regodeamos con los logros conseguidos y, a la vez, nos vanagloriamos de ellos mostrándolos a los demás en un ejercicio de presunción; leer en el transverso de la falange "antirracista" o "antifascista", fanfarroneando de equidad, parece en el fondo un modo de recordar al racista, al fascista que llevamos dentro ¡que no!, que nosotros no lo somos, pues de otro modo, ¿dónde está la obligación de tatuarse lo obvio? Grabados en la piel los valores éticos fundamentales: justicia, libertad, respeto, responsabilidad, integridad, honestidad, lealtad…, en una sociedad que se afana por banalizar el sentido de cada uno de ellos hasta límites aterradores. En una sociedad en la que el único modo posible de entender la lealtad es la de ser leales no al otro, sino a la necesidad que se tiene del otro y cuando esa necesidad deja de existir intentamos eliminarle para que, cada vez que nos crucemos con él en la calle, en la empresa, o en el pasillo de un departamento, su presencia no evidencie nuestra ruindad. Tatuamos en una ostentación de radicalismo cristiano el monte Calvario con sus tres cruces, o exhibimos con cruces invertidas, justo lo contrario; menos frecuente en el catálogo de imágenes es el algarrobo loco, el cercis siliquastrum, la especie arbólea donde se ahorcó Judas. Fijamos en la piel los rostros de los hijos, de amantes, de futbolistas, de María y sus puñales, los grandes versos de poetas que no leemos, pero no así aquellas sentencias de las abuelas que tantas lecciones de vida daban: "con los Judas no se pelea, ellos se ahorcan solos". Y en palabras de Truman Capote: "Antes de negar con la cabeza, asegúrate de que la tienes"

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